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martes, 13 de diciembre de 2011

La ignorancia es una cárcel


En efecto, la ignorancia suele ser una cárcel de la cual no se tiene conciencia, es una cárcel que ha mantenido privados de su libertad a nuestros padres siempre, y ellos, no se dieron cuenta pues, los barrotes utilizados son tan sutiles que no se ven.
Lo que contaré ahora no quiero que se tome como un reclamo, ni tampoco me arrepiento de lo vivido, más bien es una tremenda reflexión de lo que ha sido mi vida que por lo demás le aseguro que la considero maravillosa, con todas las carencias que sufrí.
Desde muy pequeño solía caminar solo por las preciosas calles de mi pueblo natal y me fascinaba llegar a una especie de escaparate donde se exhibía un ferrocarril eléctrico de juguete que daba vueltas interminables en una pequeña vía.
La imaginación volaba a pasos agigantados y soñaba primero en viajar en un ferrocarril de verdad, que me mostrara lugares que debían ser maravillosos, estaba seguro que no solo mi pueblo era maravilloso, que debía haber lugares más hermosos.
En realidad mi familia era numerosa, y con la perdida de mi padre percibía que se trataba de una familia con una vida muy difícil, la escalera estaba muy difícil, eran siete bocas que alimentar, la carga que mi mamá soportaba debió ser espantosa.
De manera que mis escapadas a disfrutar de aquel ferrocarril dando vueltas y vueltas me permitía soñar y me sentía libre, como el viento, o como los pájaros que por las tardes nos aturdían con su canto en el jardín del pueblo, como lo hacen ahora los que escucho en este lugar.
Tengo entendido que mi padre se conducía con ideas y conocimientos de libertad, y mi madre era totalmente religiosa, lo mismo que mi hermana mayor, que finalmente creó una congregación de monjas franciscanas en la ciudad de México.
La ausencia de mi padre creo que inclinó a la familia a la devoción religiosa católica que prevalecía en ese tiempo, y debo reconocer que sutilmente mi madre y mi hermana nos incluyeron en sus proyectos.
Desde pequeño ingresé a la iglesia como ayudante en la misa, acólito como se nos reconocía entonces, vestido de rojo y blanco, así era la costumbre en todo el mundo.
Sin embargo, el sacerdote que me consideraba su consentido, resistió los cuestionamientos temerarios que le hacía por mi ignorancia, la cual me obligaba a preguntar infinidad de asuntos en los que no estaba de acuerdo, tal vez por no entenderlos como la liturgia lo exige.
Las respuestas del sacerdote eran muy buenas, pero todas me parecían como algo que me aprisionaba pues, no permitían cuestionar o disentir o emitir una opinión al respecto, pero mi rebeldía se hacía presente en todo momento, mi pecado era la incomprensión.
Así transcurrieron los años y a la fecha solo puedo afirmar que estuve encerrado por muchos años en una cárcel cuyos barrotes no podía derribar, hoy me encuentro consciente de esa situación y solo me atrevo a sugerir lo siguiente:
Trate usted de ver primero esos barrotes, luego, derríbelos con toda la fuerza de sus convicciones, recuerde que nada ni nadie tiene derecho de encarcelarle sin un juicio previo, el desconocimiento de la realidad no debe ser castigado, todos tenemos derecho a la autodefensa.
Pienso que el día que me toque estar frente a mis jueces que van a calificar mi viaje por esta vida, deberán permitir la exposición de los hechos como los percibo ahora, y defender mi postura que aunque estuve preso en la cárcel de la ignorancia, siempre me pareció injusta.