La federación internacional de ajedrez resulta ser el organismo encargado de promulgar reglas amplias y estrictas que se aplican en cualquier torneo importante.
Reglas como el movimiento de cada pieza, “pieza tocada, pieza jugada”, movimiento ilegal y tantas y tantas reglas que todo jugador de ajedrez habrá de mantener en la mente con el objetivo de resultar triunfador.
Pero existe un ajedrez sin reglamento que es practicado de manera consuetudinaria por miles de personajes maravillosos como lo son todos los niños del mundo, menores de tres años de edad que juegan ajedrez con gran sencillez y sin problemas de reglamentos, son los adultos los que marcan la diferencia entre los cuadros blancos y negros afirmando que los blancos representan el bien y los negros el mal.
Que maravilloso sería regresar a los tres años de edad cuando ningún bagaje extraño cuestiona o interfiere en nuestra vida de libertad, resulta por tanto muy difícil comprender la causa por la cual a medida que avanzamos en edad nuestros padres se encargan de colocar todo tipo de “piedras” en nuestro “mazacote” que al paso de los años, lo único que logran es hacernos dependientes de cuanto fanatismo descubren o recuerdan por medio de las enseñanzas paternas.
Después de los tres años, descubrimos que nos están haciendo partícipes de algo que poseemos definido como inteligencia, las cosas se complican más todavía, nos entregan como cera blanda a los artesanos de ideologías con la finalidad de que sean ellos quienes nos conduzcan a terrenos por demás escabrosos bajo la premisa de nuestros “pecados” cuando ni siquiera comprendemos el concepto “pecado” y nos colocan etiquetas de tantas culpas como si se tratara de compartir el peso de dichas culpas que tampoco entendemos, gente que se aprovecha de nuestra ignorancia.
Cuentan por allí que una vez un rey quería saber cómo era ese juego del ajedrez y que alguien con gran astucia puso como condición el enseñarle el juego mediante algunos kilos de trigo y el rey accedió gustoso, solo preguntó cuantos kilos pedía, a lo que el "inteligente” en cuestión dijo que pediría un kilo por el primer cuadro blanco y dos en el segundo que sería negro y así sucesivamente, al tercer cuadro le corresponderían tres, hasta completar los sesenta y cuatro cuadros equivalentes al tablero completo, es decir: 32 negros y 32 blancos y de inmediato el rey accedió sin analizar el compromiso.
Una vez terminada la enseñanza del ajedrez el rey hizo traer los sesenta y cuatro kilos de trigo, a lo que el “maestro” replicó: “Su majestad, el trato fue que la primera casilla valía un kilo y la segunda tres kilos porque al ser la casilla dos, le correspondían dos kilos más el kilo de la primera sumaban tres kilos y así sucesivamente a la tercera casilla le correspondían tres kilos más los tres anteriores sumaban ahora seis kilos.
El rey montó en cólera pero sus ministros le recordaron que él había aceptado el trato sin poner ninguna condición y como rey no podía faltar a su palabra, entonces el rey solo preguntó cuál debía ser la cantidad a entregar a lo que el “maestro” le dijo: “Mi Señor” solo son dos millones veinticinco mil kilos lo que usted me debe pagar.
Sin poder ignorar el compromiso, el rey ordenó se pagara lo convenido, en dicho trato el rey se condujo como un niño de tres años que nunca imaginó la “trampa” que le tendió el ambicioso que conocía a la perfección la manera de sacar provecho con sus conocimientos matemáticos aplicados a un rey ignorante, que imaginaba que los cuadros blancos y negros eran lo mismo y caminaba por ese tablero sin malicia alguna.
Lo deseable sería encontrar de manera rápida y eficiente una fórmula que permita defendernos de los ambiciosos, los hipócritas pero sobre todo de los ignorantes que solo piensan como inculcarnos fanatismos de todos los sabores y colores, quizás el camino sea la comprensión de nuestras facultades intelectuales en su momento y aprender a respetar las reglas honestas que las personas de bien nos dictan en la vida.
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