Por: Julio Torres
La apatía en uno de los males que laceran a cualquier sociedad, es equivalente a un cáncer, pero social, esto lo hemos visto en los hechos históricos.
Por apatía se han engendrado disturbios, venganzas e inclusive guerras, por apatía los seres humanos han sucumbido a los mas turbios intereses de quien pretende sojuzgarlos.
Todos en un momento dado nos podemos equivocar y aún cuando la equivocación sea muy grande, nunca será comparable a la apatía, pero sí hay solución.
Contra la apatía está la curiosidad, un error puede cegar al ignorante que nada lo hace dudar, pues nada sabe, pero cada error tiene una realidad por objetivo.
Esto lo saben los amantes del saber, los que no se conforman con lo que escuchan, así dominan la apatía, no permitan que les atrape ese mal.
Afirmamos que apatía y curiosidad son términos contradictorios, por curiosidad se busca, por curiosidad se encuentra, a la curiosidad se deben las ciencias y las artes.
Sin curiosidad nada de eso disfrutaríamos en estos tiempos, la curiosidad motivó a los que creían en la posibilidad de producir oro, descomponiendo y combinando distintos materiales, a ellos se debe la ciencia química.
El monje franciscano y célebre alquimista: Berthold Echawatz nos entregó la pólvora al extraerla de su alambique en lugar del oro que buscaba, a cambio fue castigado en una celda por su curiosidad.
Otro en su lugar hubiera preferido la apatía para evitar un ingrato castigo, cuando Berthold logró hablar con su prior le dijo: “vengo a pediros dos cosas: mi libertad y mi secularización.
Claro que el prior se lo negó, y solo le recomendó pedirlo al papa, entonces Berthold dijo:
“Dios me ha llamado a cambiar la faz del mundo, para modificar, transformar o destruir las leyes existentes y la política de los hombres.
Ellos deben terminar con el espíritu guerrero de las naciones, y la ciencia y la verdad reinarán en el universo.
y al ver que su prior le tomaba por un loco, Berthold, señaló con el dedo el reloj de arena que se vaciaba, y lanza una sentencia dirigiéndose al Prior:
“Solo queda ese instante, para solicitar mi libertad y mi secularización, ¿decidme? ¿ concedéis mi solicitud?..... ¡NO! Fue la respuesta.
Al caer el último grano de arena, Berthold saca de su manga un cartón enrollado con una mecha en la punta, la aproxima a la lámpara que ardía en la repisa de la imagen de San Francisco y entonces:
Se produce la detonación, los muebles se mueven de su lugar, el piso se estremece, todo casi se destruye y el humo negro denso y sulfuroso pareciera salido del infierno.
Una vez pasada la sorpresa, el prior solo le dijo: ¡Vete! ¡Vete! Hermano Berthold, la casa del Señor no puede ser tuya.
En este relato la apatía pierde la contienda, la curiosidad, ofrece muchas sorpresas, espérela.
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